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AMLO, el presidente que no se sube a un Ferrari porque le remordería la conciencia

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AMLO ya ha dejado claro que nunca lo veremos en un Ferrari. Por si alguien estaba con el pendiente, el presidente ha vuelto a demostrar su catadura moral a prueba de las tentaciones del mundo capitalista. “No me gustaría subirme a un Ferrari, ni siquiera ir de acompañante. No me gustaría ir a un hotel de gran lujo, o sea, porque no me produce felicidad, al contrario, me produce remordimiento de conciencia”, dijo durante su conferencia diaria.

Fiel a su estilo contradictorio, en esta ocasión el presidente se puso el pie en la misma declaración. Como para quedar bien con todos y causar las menores molestias posibles, aclaró que no está en contra del dinero ni la ostentación siempre y cuando la fortuna en turno sea bien habida. “No estoy en contra de quien tiene un Ferrari, de quien tiene mansiones con esfuerzo y con trabajo. Estoy en contra de la riqueza mal habida, estoy en contra de la corrupción”, fue su paradójica conclusión.

En su sentencia inicial estaban incluidos todos los prejuicios conocidos del presidente: el que tiene dinero es malo, corrupto, inmoral. Por eso él, un manejo de bondad y virtuosismo, jamás osará ni siquiera ser copiloto del auto más famoso del mundo. En su universo ideológico, no solo son malvados los que tienen un Ferrari sino también todos lo que sueñan o aspiran a tener uno algún día: si hasta estudiar en el extranjero es sinónimo de perversidad para él.

Quizá en algún momento de su soliloquio López Obrador se dio cuenta de que estaba incurriendo en una generalización grotesca y por eso decidió matizar que no todos los poseedores de un Ferrari son villanos. Aunque, sustentado en lo que conocemos del presidente, no le hubiera importado meter a todos en la misma bolsa con tal de exponer, por enésima vez, su visión de la moralidad.

Probablemente, previendo los efectos de sus prejuicios externados, enmendó de inmediato la plana para separar a los millonarios buenos de los millonarios malos. Pero si alguien ha dejado claro que no existen distinciones, y que todo aquel que quiera salir de la austeridad está rindiéndose ante las mieles capitalistas, es él, el presidente que vive en un Palacio y que encuentra otras formas no financieras de estimular su egoteca, como organizar un referéndum con la única intención de certificar su popularidad, ese intangible que le quita horas de sueño y lo pone a pontificar sobre las buenas costumbres todos los días.

Existe un rasgo de la personalidad humana que el presidente y sus seguidores no quieren ver: la vanidad no se expresa únicamente por vías monetarias. Y qué mejor ejemplo que el propio López Obrador, empecinado en que todos le den la razón y que su voz sea la que dicta ya no la agenda pública, lo cual ya era excesivo, sino la forma de vivir y pensar que deben tener todos los mexicanos.

Pero no solo se pone el pie a sí mismo, también se lleva puestos a sus incondicionales. Después a la corte del presidente le toca padecer los embates de tuitear en iPhone. Si es el propio jerarca de la modestidad el que asegura que le remordería la conciencia subirse a un Ferrari, todos sus súbditos quedarán inhabilitados para defenderse cuando alguien les restriegue en la cara que les gusta la buena vida, la tecnología de primera, o que están metiendo billetes en el cochinito porque una de sus metas de vida es comprar un automóvil de lujo.

Si algo ha quedado claro, durante tres años de su mandato, es que a López Obrador la mañanera le funciona perfectamente como depósito emocional. Es su masiva tribuna en donde difunde aquellas ideas que antes se reservaba para charlas de café. Porque durante toda su carrera ha dejado claro de qué lado pretende estar, pero en sus conferencias se ha dado vuelo sobre todas las vilezas que corrompen al ser humano en estas épocas neoliberales.

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