El cadáver sobre la barbacoa
El cadáver aún caliente se mantenía sobre una barbacoa que la noche anterior había servido de cama a Don Edipo. Todavía las hojas de plátanos colgaban por sus hendijas. Ahí́ yacía el cadáver con una mirada penetrante, como quien no quiere embarcarse en ese vuelo largo, sin regreso y solitario.
Afuera la lluvia caía a cántaro. Unos escuálidos perros ladraban y a lo lejos del pasto se escuchaba el nostálgico bramido de las reses, un bramido que presagiaba tristeza, con olor a tragedia, a sangre, a confusión irresistible, a llantos y lamentos.
El rancho estaba justamente en la falda de la montaña, levantado a propósito a orillas del arroyo, con un conuco detrás, el caballo amarrado en la mata de naranja de enfrente, levantando sus orejas siempre atento a los transeúntes, que de cuando en vez pasaban saludando por la casa.
El bullicio ensordecedor de las precipitaciones, el agua que corría por las cunetas y se apresuraba para caer en el arroyo, que ya venía en creciente, arrastrando a sus pasos con árboles derrumbados, vacas ahogadas, ranchos enteros, matas de plátanos y palmeras, emanaba un penetrante olor a tierra que se confundía con los gritos de las mujeres que lloraban inconsolablemente en la misma habitación donde estaba el cadáver todavía sangrando.
Los truenos se sucedían combinados con las descargas eclécticas que alumbraban el ennegrecido día, el viento soplaba fuerte y las coqueras se inclinaban con una reverencia sepulcral, como queriendo quebrarse, como queriendo besar la misma tierra, como queriendo refugiarse entre sí y librarse de la siguiente descarga que no cesaba en cada segundo.
Los hombres con sus ropas empapadas por las lluvias, descalzos y titiritando del frío decidieron empezar a cavar la tumba donde finalmente descansaría el cadáver. Todos en silencio, nadie decía nada, un sólo pensamiento los unía y a menudo el cantar de los gallos que se escuchaba en la lejanía agregaba un ingrediente de nostalgia, de tristeza, de dolor, de amargura cruel y despiadada.