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Los hijos de nadie 

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Por Miguel Ángel Ramírez

Oslo, Noruega: Los que nacemos huérfanos de apellido tenemos que procurarnos unos padres adoptivos. Nacer sin apellido no impide que no podamos construir nuestro propio nombre, edificar una reputación, ser el mejor de todos, incluso, haciendo aquello que no es bien valorado socialmente. Ser el mejor cirujano o limpiabotas, la mejor cocinera o enfermera, mejor profesor o plomero, el hombre más serio o el mejor embustero.

Elegir ser uno mismo no tan simple, siempre se está influenciado por otros, por la sociedad o el medio ambiente que nos forma y nos rodea. Responder al nombre con el cual otros nos han bautizado no siempre es agradable, pero nuestra capacidad de resignación o adaptación es tanta que seguimos respondiendo, incluso, de manera amable cuando se nos nombra, se nos llama o se nos señala.

Cuando se nace huérfano de apellido es muy posible que la insignificancia del ya de por si irrelevante nombre al que respondemos sea sustituido por un grosero apodo, reduciendo a su mínima expresión nuestra ya maltrecha existencia.

Donde podemos conseguir padres adoptivos, creo que en los libros, las grandes hazañas de los grandes hombres y mujeres del pasado y del presente,  están impresas en tinta y  letras en paredes,  en libretas, ahora en pantallas inteligentes o simplemente en la memoria de gente aventurera que a través de mitos, cuentos y leyendas nos dejan la mejor herencia, que es poder conocer y aprender de los grandes y así poder elegir a nuestros nuevos padres (los adoptivos) Los que hemos elegido de los libros, pasando de huérfanos sin apellido a hijos de la acción y el conocimiento.

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